— Nunca olvidaré el día que la conocí – dijo Domínguez, mientras sus ojos, ausentes como los de todo ciego, parecían buscarme en la penumbra –. Llovía torrencialmente. Caminaba hacia mi gimnasio, en el barrio de M…; la montaña estaba tan cerca, que, ni siquiera la concentración de nubes, me impedía admirarla.
« Como embobado, permanecí algunos minutos con las manos en los bolsillos y el agua escurriéndose sobre mi cuerpo. De repente, la voz de una muchacha me hizo reaccionar, era joven y de una belleza que nunca antes había visto.
« Me preguntó si estaba enfermo. “No, dije, después de un corto titubeo; es sólo que la montaña me entristece, no sé por qué.” Ella no se sorprendió, una misteriosa familiaridad había nacído entre nosotros. Tomándome de la mano, me llevó a su casa a tomar un café. Conversamos toda la tarde, no recuerdo de qué, tampoco tiene importancia, el hecho es que ambos sentíamos que ese encuentro no fue fortuito. Desde entonces nada nos ha separado.
Mientras hablaba de su Sara, yo recordaba los tiempos en que aquel hombre – ahora sumido en la oscuridad, en la ceguera – fue un magnífico boxeador, con un demoledor gancho cruzado y, ante el que muchos, los más fuertes, sucumbieron. Seguí su carrera desde el tercer combate hasta el último que sostuvo, casualmente, el primero en el que le tocó defender el Campeonato Amateur.
Fue una pelea magnífica, la mejor de su vida. Méndez, el rival de turno, con un veloz juego de piernas, se estaba convirtiendo en un bastión, en el que los poderosos jabs de Domínguez se estrellaban inútilmente. A los dos minutos del quinto asalto, el retador lanzó un certero uppercut, que por poco noquea al campeón, el cual, con el último arresto de fuerzas, se abalanzó contra su enemigo, derrotándolo con su famoso gancho cruzado. La gente estaba encantada; la pelea de esos dos boxeadores, para la mayoría, desconocidos, había sido extraordinaria.
Sin embargo, en el instante en que el anunciador pronunciaba su nombre, Domínguez se desplomó inconsciente sobre la lona. Permaneció en coma un par de días y cuando despertó había perdido la vista.
— Disculpe, joven – interrumpió la anciana que nos sirvió el café –, no quiero echarle, pero es muy tarde y Carlos debe descansar.
— No te preocupes, mamá, no me molesta; sólo quisiera saber a qué hora llega Sara…
— Muy pronto, hijo, muy pronto.
— En verdad es muy tarde – dije, levantándome –, es mejor que me retire.
La mujer me miró con una expresión de agradecimiento. Tras despedirme del boxeador, caminamos hasta la puerta.
— Muchas gracias por todo – le extendí la mano –, quisiera conversar con la señora Sara, ¿a qué hora puedo encontrarla?
La anciana sonrió con tristeza.
— A ninguna, Sara sólo existe desde que mi hijo despertó del coma y él es el único que la ve; yo no le he dicho la verdad porque tengo miedo de perderlo…
Sentí que se hacía un nudo en mi garganta y quise abrazar a aquella mujer, pero no me atreví.
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